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sábado, 24 de mayo de 2014

Capitulo 9



En la posada del fracaso,
donde no hay consuelo ni ascensor,
el desamparo y la humedad
comparten colchón.
JOAQUÍN SABINA,
¿Quién me ha robado el mes de abril?

Por culpa de la inesperada visita de Agus, Peter no pudo ver a Lali antes de que ella se marchase. Le sorprendió comprobar que Lali no estaba esperando a Agus, y le sorprendió todavía más que ella no le pidiese también vacaciones para acompañar a su... ¿qué eran Agus y Lali? A pesar de los múltiples indicios de lo contrario, algo le decía a Peter que no eran pareja. Muy amigos sí, y eso ya le anudaba el estómago, pero no amantes. ¿Qué le sucedía a Agus? Él no le había preguntado el motivo de aquellas inesperadas vacaciones porque era evidente que el joven lo estaba pasando mal, y porque no era asunto suyo. A Peter siempre le había gustado creer que se ganaba la confianza de sus hombres, y la verdad era que trabajaba muy duro para obtenerla, pero hacía muy poco tiempo que había llegado a Cádiz y todavía no le había dado a Agus, ni a ningún miembro del resto de su equipo, motivos para confiar en él. A diferencia de en otras ocasiones de su vida, en las que había tenido que empezar desde cero, allí contaba con el apoyo de Domingo, y Lali no le había contado a nadie nada acerca de su pasado y, aunque en el sentido personal le dolía que ella no hablase de él, tenía que reconocer que en el sentido profesional no le ayudaría demasiado que alguien averiguase cómo había sido su vida antes de convertirse en el capitán Peter Lanzani.
Peter tenía diecisiete años y once meses cuando lo arrestó la policía y fue aquel mes que le faltaba para cumplir los dieciocho años lo que le salvó de ir a la cárcel, al menos en España. Ese mes y un juez que creía en dar segundas oportunidades. Peter llevaba más de dos años rondando las peores compañías posibles; había conocido a Julián delante de la puerta del instituto y por desgracia se unió a la pandilla que lideraba aquel bueno para nada. En esa época la familia Lanzani vivía en Madrid, la madre de Peter, Antonia, era la cocinera de un colegio público, y Miguel, su padre, taxista. Peter y Miguel discutían a diario, a todas horas en realidad. Así que Peter había optado por pasar las menos horas posibles en casa. Tenía la sensación de que allí molestaba, que no era bienvenido. Ahora sabía que había sido un estúpido. Lo único que quería su padre era lo mejor para él, si bien es verdad que al señor Lanzani no se le había dado nada bien ni hablar de sus sentimientos ni demostrarlos. La situación era insostenible y Antonia apenas soportaba ver a su hijo mayor, al que en su mente ya había convertido en un delincuente de la peor calaña. La única obsesión de Antonia era mantener a su precioso Juan Martin y a la pequeña Valentina lo más lejos posible de Peter. Miguel seguía creyendo que Peter podía redimirse, y por eso existía una tensión más que palpable en el matrimonio, pero al mismo tiempo se peleaba con Peter cuando lo veía porque le ponía furioso ver cómo un chico inteligente como él desperdiciaba dicha inteligencia en gamberradas cada vez menos inocentes.
Los pequeños robos, las ruedas reventadas, las papeleras quemadas fueron dejando paso a delitos mucho más graves hasta que Julián dio con el plan perfecto; robarían a los taxistas que conocía Peter. No tendrían ningún problema. Peter pararía al taxista y le distraería un segundo, Julián u otro de sus amigos se colaría en el vehículo y amenazaría con una navaja al conductor, y acto seguido se irían de allí con todo el dinero.
Les arrestaron tras el primer robo. Afortunadamente. Todo salió mal desde el principio, Peter estaba tan nervioso que antes de empezar dejó que Julián le convenciese de que probase la cocaína que había comprado. Estuvo enganchado dos años. El día del robo, Peter, que había jurado que él no llevaría ninguna navaja, fue el primero en apuntar con una al taxista, un hombre que conocía desde pequeño y que le miró con cara de lástima. Javier, así se llamaba el taxista, les plantó cara y Julián, que iba colocado, le apuñaló por la espalda. Javier murió tres semanas más tarde. Julián era un viejo conocido de la policía y terminó en la cárcel. A Peter era la primera vez que lo arrestaban y gracias a su abogado de oficio, un hombre de sesenta años que casi como si fuese un milagro consiguió
demostrar que Peter había sido hasta el momento un buen chico, no fue a la cárcel. Pero cualquier condena que le hubiese impuesto aquel juez habría sido mejor que la que le impusieron sus padres.
La familia Lanzani se mudó a Cádiz. Antonia consiguió que la escuela en la que trabajaba la trasladase a la que tenían en la otra ciudad y Miguel, a través de un muy buen amigo, encontró trabajo como chófer de una empresa local. Miguel y Antonia le dijeron a Peter que ya no le consideraban hijo suyo y que, dado que estaba a punto de cumplir dieciocho años, ya no tenían el deber de cuidarlo, así que le echaban de casa. Sin embargo, si él quería quedarse, tenía que cumplir con unas condiciones; nada de drogas, le harían un análisis sorpresa siempre que ellos lo considerasen necesario, tenía que encontrar trabajo, no iban a pagarle ninguna clase de estudios, y nada de interactuar con Juan Martin o Valentina. Sus hermanos no existían para él.
La reacción de sus padres le dolió, pero no tanto como la de Juan Martin. Su hermano tardó casi un año en volver a dirigirle la palabra, y casi dos en volver a mirarlo con cariño. Valentina, por suerte, era muy pequeña, y con sus tres años nunca dejó de sonreírle.
Peter jamás olvidaría lo solo que se sintió cuando llegó a Cádiz. Juan Martin tenía en esa época quince años y enseguida se acostumbró al nuevo colegio, donde se convirtió en el alumno más brillante que habían tenido jamás. Valentina se pasaba el día en la guardería o en el colegio en el que trabajaba Antonia, que era el mismo al que asistía Juan Martin. Miguel, el padre, pasó de ser un chófer más a ser el conductor del director y propietario de la empresa, don Ignacio Ruiz-Espsito, un hombre poderoso y respetado por la comunidad, con el que entabló una especie de amistad. Era como si la familia Lanzani siempre hubiese estado en Cádiz, como si todos hubiesen encontrado un lugar donde encajar. Todos excepto Peter.
Llevaba tres meses en Cádiz y seguía pasándose las noches en vela mirando el techo de su dormitorio y apretando los puños para no llorar y para no salir a buscar algo que lo hiciese sentirse bien. Quizá debería irse, hacer una maleta con las pocas pertenencias que le quedaban y largarse de allí. Probablemente todos serían más felices. «No, tengo que quedarme, aunque solo sea para estar con Martin y Valentina.» En algún momento, no podía precisar cuándo exactamente, a Peter había dejado de importarle recuperar el cariño de sus padres, pero no había sucedido lo mismo con el de sus hermanos. Eso era lo único que le impulsaba a seguir adelante. Hasta el día que conoció a Lali.
Era una tarde del mes de abril, hacía más calor del esperado y el cielo amenazaba tormenta. Peter había ido a un restaurante del puerto en el que buscaban a un friegaplatos y cuando salió por la puerta de servicio la vio de rodillas junto a un amarre. Ella estaba mirando al mar y él pensó que iba a caerse al agua.
—Ten cuidado —le dijo Peter, pero ella pareció no oírle.
—Están bailando —dijo Lali.
—¿Quién?
—Los cangrejos, mira. —Tendió una mano sin volverse y Peter pensó que esa chica era sin duda algo peculiar. ¿Quién le tendía la mano a un extraño sin mirarle antes?—. Vamos, ven.
Peter cogió la mano y dejó que ella tirase de él hasta quedar de rodillas a su lado. Tenía razón, pegados al muro del muelle, casi ocultos por las algas, había dos cangrejos bailando.
—¿De verdad crees que bailan? —le preguntó él.
—Claro —afirmó ella, y cuando los cangrejos se separaron giró la cabeza y le miró—. ¿Cómo te llamas?
—Peter, ¿y tú?
—Lali, pero no me gusta mi nombre.
—¿Por qué no? —le preguntó él con una sonrisa y sintiéndose bien por primera vez en mucho tiempo. Esa niña era la primera persona que no le trataba como si fuese un apestado.
—Tiene demasiadas «ces» —le explicó como si fuese evidente.
—Ah.
—¿Crees que volverán?
—¿Quiénes?
—Los cangrejos.
—No lo sé, pero si los veo te aviso —le prometió él.
—Gracias, Peter. ¿Te quedarás aquí vigilando? Yo tengo que volver dentro, seguro que mis padres me están esperando. Hemos venido a comer.
—Sí, me quedaré vigilando. Soy el nuevo friegaplatos —le dijo sintiéndose orgulloso de haber conseguido el trabajo con solo una entrevista.
—¡Qué bien! A mí no me dejan entrar en la cocina —se lamentó ella tras felicitarle—. Intentaré escaparme otra vez antes de irnos. —Se puso en pie y se frotó las rodillas para limpiarse el vestido—. Hasta luego, Peter.
—Hasta luego, La.
Lali no pudo volver a escabullirse de sus padres, pero meses más tarde ella y Peter volvieron a encontrarse. En esa ocasión, él iba camino de un taller mecánico en busca de una moto que pudiera permitirse y ella caminaba por la calle con una sonrisa de oreja a oreja y un cubo colgado del brazo.
—¡Peter! —ella le reconoció primero y le saludó efusivamente.
—¡La! —Aunque no habían vuelto a verse, Peter tenía que reconocer que se había acordado más de una vez de la chica de los cangrejos—. Hola.
Peter cruzó de acera para ir adonde estaba ella y al detenerse frente a Lali no pudo evitar sonreírle. ¿Por qué ella era la única persona que le causaba ese efecto? En el restaurante todos decían que él era el tipo más antipático y antisocial que había pasado nunca por allí.
—Hola, Peter. ¿Has visto a nuestros cangrejos?
—No lo sé, todos se parecen tanto que no logro distinguirlos —dijo él sintiendo una extraña sensación al tener aquel vínculo con ella. El resto del mundo no parecía querer tener nada que ver con él—. Deberías venir un día a saludarlos.
—Lo haré, cuando mis padres vuelvan a llevarme al restaurante. ¿Sigues trabajando allí?
—Sí, aunque estoy buscando otro trabajo. ¿Qué llevas en el cubo?
—Mi regalo de cumpleaños. Dos peces nuevos para mi pecera.
—¿Hoy es tu cumpleaños?
—Fue ayer, cumplí dieciséis años.
—Felicidades.
—¿Tú cuántos años tienes?
—Casi diecinueve —contestó él—. ¿Por qué querías dos peces?
—Porque uno solo se habría aburrido.
—Claro —dijo Peter con una sonrisa.
—Tengo que irme —dijo ella levantando el cubo.
—Por supuesto, me ha gustado mucho volver a verte, La—confesó él sincero.
—Y a mí, Peter. —Dio un par de pasos y se detuvo de repente—. Mira, sé que probablemente te parezco rara, así que si quieres puedes negarte y te prometo que no me enfadaré, pero en el colegio estamos haciendo un trabajo sobre el mar y yo le he prometido a la maestra que haría mi parte sobre los cangrejos.
—Suena original, seguro que te pondrá un diez, pero, ¿qué tiene que ver conmigo?
—¿Te gustaría acompañarme a tomarles unas fotos? —le preguntó sonrojándose—. No sé a quién pedírselo, y a ti parecieron gustarte.
—¿A qué colegio vas? —le preguntó él serio.
—Al Rafael Alberti —dijo Lali levantando una ceja.
A Peter se le hizo un nudo en el estómago al escuchar el nombre del colegio al que asistía Juan Martin y en el que trabajaba la madre de ambos.
—Yo me llamo Peter Lanzani —esperó unos segundos para que ella reconociese el nombre—. Sí, Juan Martin es mi hermano, probablemente estudia contigo.
—Vamos a la misma clase.
Peter asintió y maldijo al destino por ser tan cruel. Ahora ella cambiaría la cara y dejaría de hablarle como si fuese un ser humano.
—Entonces seguro que habrás oído a hablar de su hermano mayor. Del delincuente. O drogadicto, no sé qué versión circula por el colegio. No te preocupes, Lali, no le diré a nadie que te conozco, en realidad ni sé tu apellido.
—Ruiz-Espsito Ávila —ofreció ella.
—¡Mierda! Mi padre es el chófer de tu padre —farfulló—. Me voy.
Lali levantó la mano con la que no sujetaba el cubo y la colocó en el antebrazo de Peter para detenerle.
—¿Lo eres?, ¿un delincuente, un drogadicto? —le preguntó mirándole a los ojos.
—Ahora no —respondió él sincero y diciéndose que no le temblaba la mandíbula. Lali era la primera que se lo preguntaba, la primera que no daba por sentada la respuesta—. Pero he sido ambas cosas —se obligó a añadir.
Lali apartó la mano y Peter se preparó para lo que iba a ser una educada pero irrefutable despedida.
—¿Te va bien quedar mañana a las siete de la mañana?
Peter apagó las luces, se levantó el cuello del abrigo, de noche refrescaba un poco, y salió del edificio. Fue paseando hacia su casa, y dio un pequeño rodeo para pasar justo por delante de donde había visto bailar a dos cangrejos por primera vez en su vida, el mismo lugar en que casi había besado a Lali unos días atrás. Se quedó allí un rato pero no permitió que los recuerdos lo embargasen y reprendió la marcha.

Abrió la puerta del vacío y frío apartamento y fue directamente a su dormitorio. Se sentó en la cama y cogió una de las dos fotografías que le habían acompañado durante esos doce años. Era de Lali, se la hizo unos días antes de su cumpleaños, ella estaba ensimismada leyendo uno de sus libros y él aprovechó para hacérsela sin que le viese. No había pretendido ocultárselo, Peter quería revelar el carrete y enseñársela más tarde, pero entonces llegó aquella terrible noche que los separó ¿para siempre? No lo sabía, pero estaba claro que no podía seguir en aquel limbo. Él había vuelto para recuperarla y no iba a lograrlo sin hablar con ella, sin decirle la verdad, sin tocarla. Quizá Lali se enfadaría. Nada de quizá, seguro que se enfadaría cuando él rompiese aquella especie de tregua que habían establecido en el trabajo, pero un enfado sería preferible a tanta indiferencia. 

2 comentarios:

  1. Me hace llorar cuando.cuenta.la.historia de Peter...es muy triste y cuando.la conocio a Lali :'(

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  2. K pasaría esa noche!!!!

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