En la posada del fracaso,
donde no hay consuelo ni ascensor,
el desamparo y la humedad
comparten colchón.
JOAQUÍN SABINA,
¿Quién me ha robado el mes de abril?
Por culpa de la inesperada visita de Agus, Peter no pudo ver
a Lali antes de que ella se marchase. Le sorprendió comprobar que Lali no
estaba esperando a Agus, y le sorprendió todavía más que ella no le pidiese
también vacaciones para acompañar a su... ¿qué eran Agus y Lali? A pesar de los
múltiples indicios de lo contrario, algo le decía a Peter que no eran pareja.
Muy amigos sí, y eso ya le anudaba el estómago, pero no amantes. ¿Qué le
sucedía a Agus? Él no le había preguntado el motivo de aquellas inesperadas vacaciones
porque era evidente que el joven lo estaba pasando mal, y porque no era asunto
suyo. A Peter siempre le había gustado creer que se ganaba la confianza de sus
hombres, y la verdad era que trabajaba muy duro para obtenerla, pero hacía muy
poco tiempo que había llegado a Cádiz y todavía no le había dado a Agus, ni a
ningún miembro del resto de su equipo, motivos para confiar en él. A diferencia
de en otras ocasiones de su vida, en las que había tenido que empezar desde
cero, allí contaba con el apoyo de Domingo, y Lali no le había contado a nadie
nada acerca de su pasado y, aunque en el sentido personal le dolía que ella no
hablase de él, tenía que reconocer que en el sentido profesional no le ayudaría
demasiado que alguien averiguase cómo había sido su vida antes de convertirse
en el capitán Peter Lanzani.
Peter tenía diecisiete años y once meses cuando lo arrestó
la policía y fue aquel mes que le faltaba para cumplir los dieciocho años lo
que le salvó de ir a la cárcel, al menos en España. Ese mes y un juez que creía
en dar segundas oportunidades. Peter llevaba más de dos años rondando las
peores compañías posibles; había conocido a Julián delante de la puerta del
instituto y por desgracia se unió a la pandilla que lideraba aquel bueno para
nada. En esa época la familia Lanzani vivía en Madrid, la madre de Peter,
Antonia, era la cocinera de un colegio público, y Miguel, su padre, taxista. Peter
y Miguel discutían a diario, a todas horas en realidad. Así que Peter había
optado por pasar las menos horas posibles en casa. Tenía la sensación de que
allí molestaba, que no era bienvenido. Ahora sabía que había sido un estúpido.
Lo único que quería su padre era lo mejor para él, si bien es verdad que al
señor Lanzani no se le había dado nada bien ni hablar de sus sentimientos ni
demostrarlos. La situación era insostenible y Antonia apenas soportaba ver a su
hijo mayor, al que en su mente ya había convertido en un delincuente de la peor
calaña. La única obsesión de Antonia era mantener a su precioso Juan Martin y a
la pequeña Valentina lo más lejos posible de Peter. Miguel seguía creyendo que Peter
podía redimirse, y por eso existía una tensión más que palpable en el
matrimonio, pero al mismo tiempo se peleaba con Peter cuando lo veía porque le
ponía furioso ver cómo un chico inteligente como él desperdiciaba dicha
inteligencia en gamberradas cada vez menos inocentes.
Los pequeños robos, las ruedas reventadas, las papeleras
quemadas fueron dejando paso a delitos mucho más graves hasta que Julián dio
con el plan perfecto; robarían a los taxistas que conocía Peter. No tendrían
ningún problema. Peter pararía al taxista y le distraería un segundo, Julián u
otro de sus amigos se colaría en el vehículo y amenazaría con una navaja al
conductor, y acto seguido se irían de allí con todo el dinero.
Les arrestaron tras el primer robo. Afortunadamente. Todo
salió mal desde el principio, Peter estaba tan nervioso que antes de empezar
dejó que Julián le convenciese de que probase la cocaína que había comprado.
Estuvo enganchado dos años. El día del robo, Peter, que había jurado que él no
llevaría ninguna navaja, fue el primero en apuntar con una al taxista, un
hombre que conocía desde pequeño y que le miró con cara de lástima. Javier, así
se llamaba el taxista, les plantó cara y Julián, que iba colocado, le apuñaló
por la espalda. Javier murió tres semanas más tarde. Julián era un viejo
conocido de la policía y terminó en la cárcel. A Peter era la primera vez que
lo arrestaban y gracias a su abogado de oficio, un hombre de sesenta años que
casi como si fuese un milagro consiguió
demostrar que Peter había sido hasta el momento un buen
chico, no fue a la cárcel. Pero cualquier condena que le hubiese impuesto aquel
juez habría sido mejor que la que le impusieron sus padres.
La familia Lanzani se mudó a Cádiz. Antonia consiguió que la
escuela en la que trabajaba la trasladase a la que tenían en la otra ciudad y
Miguel, a través de un muy buen amigo, encontró trabajo como chófer de una
empresa local. Miguel y Antonia le dijeron a Peter que ya no le consideraban
hijo suyo y que, dado que estaba a punto de cumplir dieciocho años, ya no
tenían el deber de cuidarlo, así que le echaban de casa. Sin embargo, si él
quería quedarse, tenía que cumplir con unas condiciones; nada de drogas, le harían
un análisis sorpresa siempre que ellos lo considerasen necesario, tenía que
encontrar trabajo, no iban a pagarle ninguna clase de estudios, y nada de
interactuar con Juan Martin o Valentina. Sus hermanos no existían para él.
La reacción de sus padres le dolió, pero no tanto como la de
Juan Martin. Su hermano tardó casi un año en volver a dirigirle la palabra, y
casi dos en volver a mirarlo con cariño. Valentina, por suerte, era muy
pequeña, y con sus tres años nunca dejó de sonreírle.
Peter jamás olvidaría lo solo que se sintió cuando llegó a
Cádiz. Juan Martin tenía en esa época quince años y enseguida se acostumbró al
nuevo colegio, donde se convirtió en el alumno más brillante que habían tenido
jamás. Valentina se pasaba el día en la guardería o en el colegio en el que
trabajaba Antonia, que era el mismo al que asistía Juan Martin. Miguel, el
padre, pasó de ser un chófer más a ser el conductor del director y propietario
de la empresa, don Ignacio Ruiz-Espsito, un hombre poderoso y respetado por la
comunidad, con el que entabló una especie de amistad. Era como si la familia Lanzani
siempre hubiese estado en Cádiz, como si todos hubiesen encontrado un lugar
donde encajar. Todos excepto Peter.
Llevaba tres meses en Cádiz y seguía pasándose las noches en
vela mirando el techo de su dormitorio y apretando los puños para no llorar y
para no salir a buscar algo que lo hiciese sentirse bien. Quizá debería irse,
hacer una maleta con las pocas pertenencias que le quedaban y largarse de allí.
Probablemente todos serían más felices. «No, tengo que quedarme, aunque solo
sea para estar con Martin y Valentina.» En algún momento, no podía precisar
cuándo exactamente, a Peter había dejado de importarle recuperar el cariño de
sus padres, pero no había sucedido lo mismo con el de sus hermanos. Eso era lo
único que le impulsaba a seguir adelante. Hasta el día que conoció a Lali.
Era una tarde del mes de abril, hacía más calor del esperado
y el cielo amenazaba tormenta. Peter había ido a un restaurante del puerto en
el que buscaban a un friegaplatos y cuando salió por la puerta de servicio la
vio de rodillas junto a un amarre. Ella estaba mirando al mar y él pensó que
iba a caerse al agua.
—Ten cuidado —le dijo Peter, pero ella pareció no oírle.
—Están bailando —dijo Lali.
—¿Quién?
—Los cangrejos, mira. —Tendió una mano sin volverse y Peter
pensó que esa chica era sin duda algo peculiar. ¿Quién le tendía la mano a un
extraño sin mirarle antes?—. Vamos, ven.
Peter cogió la mano y dejó que ella tirase de él hasta
quedar de rodillas a su lado. Tenía razón, pegados al muro del muelle, casi
ocultos por las algas, había dos cangrejos bailando.
—¿De verdad crees que bailan? —le preguntó él.
—Claro —afirmó ella, y cuando los cangrejos se separaron
giró la cabeza y le miró—. ¿Cómo te llamas?
—Peter, ¿y tú?
—Lali, pero no me gusta mi nombre.
—¿Por qué no? —le preguntó él con una sonrisa y sintiéndose
bien por primera vez en mucho tiempo. Esa niña era la primera persona que no le
trataba como si fuese un apestado.
—Tiene demasiadas «ces» —le explicó como si fuese evidente.
—Ah.
—¿Crees que volverán?
—¿Quiénes?
—Los cangrejos.
—No lo sé, pero si los veo te aviso —le prometió él.
—Gracias, Peter. ¿Te quedarás aquí vigilando? Yo tengo que
volver dentro, seguro que mis padres me están esperando. Hemos venido a comer.
—Sí, me quedaré vigilando. Soy el nuevo friegaplatos —le
dijo sintiéndose orgulloso de haber conseguido el trabajo con solo una
entrevista.
—¡Qué bien! A mí no me dejan entrar en la cocina —se lamentó
ella tras felicitarle—. Intentaré escaparme otra vez antes de irnos. —Se puso
en pie y se frotó las rodillas para limpiarse el vestido—. Hasta luego, Peter.
—Hasta luego, La.
Lali no pudo volver a escabullirse de sus padres, pero meses
más tarde ella y Peter volvieron a encontrarse. En esa ocasión, él iba camino
de un taller mecánico en busca de una moto que pudiera permitirse y ella
caminaba por la calle con una sonrisa de oreja a oreja y un cubo colgado del
brazo.
—¡Peter! —ella le reconoció primero y le saludó
efusivamente.
—¡La! —Aunque no habían vuelto a verse, Peter tenía que
reconocer que se había acordado más de una vez de la chica de los cangrejos—.
Hola.
Peter cruzó de acera para ir adonde estaba ella y al
detenerse frente a Lali no pudo evitar sonreírle. ¿Por qué ella era la única
persona que le causaba ese efecto? En el restaurante todos decían que él era el
tipo más antipático y antisocial que había pasado nunca por allí.
—Hola, Peter. ¿Has visto a nuestros cangrejos?
—No lo sé, todos se parecen tanto que no logro distinguirlos
—dijo él sintiendo una extraña sensación al tener aquel vínculo con ella. El
resto del mundo no parecía querer tener nada que ver con él—. Deberías venir un
día a saludarlos.
—Lo haré, cuando mis padres vuelvan a llevarme al
restaurante. ¿Sigues trabajando allí?
—Sí, aunque estoy buscando otro trabajo. ¿Qué llevas en el
cubo?
—Mi regalo de cumpleaños. Dos peces nuevos para mi pecera.
—¿Hoy es tu cumpleaños?
—Fue ayer, cumplí dieciséis años.
—Felicidades.
—¿Tú cuántos años tienes?
—Casi diecinueve —contestó él—. ¿Por qué querías dos peces?
—Porque uno solo se habría aburrido.
—Claro —dijo Peter con una sonrisa.
—Tengo que irme —dijo ella levantando el cubo.
—Por supuesto, me ha gustado mucho volver a verte, La—confesó
él sincero.
—Y a mí, Peter. —Dio un par de pasos y se detuvo de
repente—. Mira, sé que probablemente te parezco rara, así que si quieres puedes
negarte y te prometo que no me enfadaré, pero en el colegio estamos haciendo un
trabajo sobre el mar y yo le he prometido a la maestra que haría mi parte sobre
los cangrejos.
—Suena original, seguro que te pondrá un diez, pero, ¿qué
tiene que ver conmigo?
—¿Te gustaría acompañarme a tomarles unas fotos? —le
preguntó sonrojándose—. No sé a quién pedírselo, y a ti parecieron gustarte.
—¿A qué colegio vas? —le preguntó él serio.
—Al Rafael Alberti —dijo Lali levantando una ceja.
A Peter se le hizo un nudo en el estómago al escuchar el
nombre del colegio al que asistía Juan Martin y en el que trabajaba la madre de
ambos.
—Yo me llamo Peter Lanzani —esperó unos segundos para que
ella reconociese el nombre—. Sí, Juan Martin es mi hermano, probablemente
estudia contigo.
—Vamos a la misma clase.
Peter asintió y maldijo al destino por ser tan cruel. Ahora
ella cambiaría la cara y dejaría de hablarle como si fuese un ser humano.
—Entonces seguro que habrás oído a hablar de su hermano
mayor. Del delincuente. O drogadicto, no sé qué versión circula por el colegio.
No te preocupes, Lali, no le diré a nadie que te conozco, en realidad ni sé tu
apellido.
—Ruiz-Espsito Ávila —ofreció ella.
—¡Mierda! Mi padre es el chófer de tu padre —farfulló—. Me
voy.
Lali levantó la mano con la que no sujetaba el cubo y la
colocó en el antebrazo de Peter para detenerle.
—¿Lo eres?, ¿un delincuente, un drogadicto? —le preguntó
mirándole a los ojos.
—Ahora no —respondió él sincero y diciéndose que no le
temblaba la mandíbula. Lali era la primera que se lo preguntaba, la primera que
no daba por sentada la respuesta—. Pero he sido ambas cosas —se obligó a
añadir.
Lali apartó la mano y Peter se preparó para lo que iba a ser
una educada pero irrefutable despedida.
—¿Te va bien quedar mañana a las siete de la mañana?
Peter apagó las luces, se levantó el cuello del abrigo, de
noche refrescaba un poco, y salió del edificio. Fue paseando hacia su casa, y
dio un pequeño rodeo para pasar justo por delante de donde había visto bailar a
dos cangrejos por primera vez en su vida, el mismo lugar en que casi había
besado a Lali unos días atrás. Se quedó allí un rato pero no permitió que los
recuerdos lo embargasen y reprendió la marcha.
Abrió la puerta del vacío y frío apartamento y fue
directamente a su dormitorio. Se sentó en la cama y cogió una de las dos
fotografías que le habían acompañado durante esos doce años. Era de Lali, se la
hizo unos días antes de su cumpleaños, ella estaba ensimismada leyendo uno de
sus libros y él aprovechó para hacérsela sin que le viese. No había pretendido
ocultárselo, Peter quería revelar el carrete y enseñársela más tarde, pero
entonces llegó aquella terrible noche que los separó ¿para siempre? No lo
sabía, pero estaba claro que no podía seguir en aquel limbo. Él había vuelto
para recuperarla y no iba a lograrlo sin hablar con ella, sin decirle la
verdad, sin tocarla. Quizá Lali se enfadaría. Nada de quizá, seguro que se
enfadaría cuando él rompiese aquella especie de tregua que habían establecido
en el trabajo, pero un enfado sería preferible a tanta indiferencia.
Me hace llorar cuando.cuenta.la.historia de Peter...es muy triste y cuando.la conocio a Lali :'(
ResponderEliminarK pasaría esa noche!!!!
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