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Y cuando hay olas en el mar, cuando hay calma y
tempestad,
y cuando no también, cuando me siento sereno, cuando te
echo de
[menos.
ALEJANDRO SANZ,
Cómo te echo de menos
DOCE AÑOS MÁS TARDE
Peter volvía a estar en Cádiz. Había transcurrido una
eternidad, una vida entera. A pesar de que según las horribles hojas de
calendario que había guardado solo habían sido doce años, Peter se sentía como
si hubiera transcurrido un siglo desde la última vez que había estado en ese
puerto. Pero al mismo tiempo apenas había cambiado nada. El mar seguía oliendo
igual. Las olas seguían golpeando el rompeolas del mismo modo. Los barcos
seguían entrando y saliendo con una carencia que solo unos pocos podían
comprender. Sí, había máquinas nuevas, y probablemente menos trabajadores que
antes, pero el muelle seguía siendo una criatura con vida propia. Una criatura
cuyo cerebro iba a gobernar él a partir de ahora. Después de incontables
sacrificios, de noches llenas de desesperanza, y de un giro inesperado del
destino, Peter había sido nombrado capitán de la capitanía marítima del puerto
de Cádiz e iba a tomar posesión del cargo esa misma semana. En una decisión de
una última hora, o eso se dijo a sí mismo, decidió llegar un par de días antes
porque quería ver a sus hermanos antes de empezar el trabajo, y porque tenía
que reunir todo el valor que pudiese encontrar antes de volver a ver a Lali. Y
el cariño de sus hermanos seguro que le ayudaría a conseguirlo. Cada vez que
pensaba en Lali lo asaltaban cientos, miles, de dudas, a decir verdad, las
dudas eran solo la punta del iceberg. Peter tenía miedo de volver a ver a Lali,
porque sabía que entonces no le quedaría más remedio que asumir la realidad,
fuera cual fuese.
Desvió la mirada hacia las olas y los buques que bailaban en
ellas y decidió que lo mejor sería enfrentarse a un reto después de otro, y
ahora lo estaban esperando en las oficinas del puerto. Respiró hondo y se
dirigió hacia allí.
El capitán Galindo le recibió en capitanía y cual perfecto
cicerone lo guio por las instalaciones. Galindo estaba a punto de jubilarse y
había aceptado pasarse unos días enseñando a su sustituto, y se alegró de que
fuese precisamente Peter y no un «estúpido pijo que no hubiese pisado un muelle
de carga en su vida» el que ocupase la silla que ahora él iba a dejar vacante. Peter
no contaba solo con la aprobación de Galindo, sino que también venía
recomendado por el capitán del buque oceanográfico Díaz de Vivar, el
buque en el que había servido durante sus últimos años en el ejército y, aunque
a él le incomodase reconocerlo, también venía respaldado por los años de
experiencia que había adquirido en Chile. «Y por el título que me saqué durante
las noches que no podía dormir», pensó al recordar las horas que se había
pasado estudiando derecho y odiando cada minuto, cada segundo.
—Este es su despacho, capitán. —Galindo abrió la puerta que
había al final de la sala llena de ordenadores y de mesas ahora vacías. Eran
las diez de la noche y los empleados de capitanía estaban ya en sus casas.
—Peter, por favor —le dijo él. Nunca le había gustado el
título. Hacía muy poco que se lo habían dado, y en realidad no significaba nada
para él. Lo único que siempre había querido Peter... No, ahora no iba a pensar
en eso.
—Como quiera, Peter. —El viejo capitán lo llamó por su
nombre pero siguió tratándole de usted. Y no le ofreció la misma cortesía.
Galindo era de la vieja escuela—. En el piso inferior se encuentra el registro
y los servicios administrativos, y aquí están las áreas de inspección y de
seguridad marítima.
—Comprendo. El señor Márquez me mandó un organigrama. —Luis
Márquez era un joven licenciado en económicas que por lo que Peter había podido
deducir ejercía de asistente de Galindo. Él no iba a necesitarlo y seguro que
Márquez estaba ansioso por progresar dentro de capitanía. A Peter le parecía
una completa estupidez desaprovechar el talento de ese joven que según su
currículum era brillante haciendo algo que podía hacer él mismo, como por
ejemplo gestionar su agenda.
—Sí, mañana podrá conocerle. Y también le presentaré al
resto del personal.
—Tengo entendido que también hay una bióloga marina.
—Sí, la doctora Ruiz-Espsito. Tras los últimos «accidentes»
ecológicos, derrames petroleros, destrucción de residuos, y cosas por el
estilo, el Ministerio estimó pertinente que tuviésemos a un biólogo en
plantilla. No se preocupe por ella, la doctora Espsito se pasa el día
preocupada por sus bichos —añadió Galindo con tono paternalista y dejando claro
que a él la conservación del medioambiente no le importaba lo más mínimo—.
Aunque la verdad es que, cómo se lo diría, es algo pesada —dijo a falta de un
eufemismo mejor—. Seguro que sabrá tratarla.
«No creo.»
—Estoy convencido de que la doctora es una gran profesional
—afirmó Peter con voz firme.
—No sabría decirle, Peter. De todos modos, no vale la pena
que se preocupe por eso. La doctora no estará mañana, en realidad estará
ausente durante un tiempo.
—¿Ah, sí? —Peter fingió prestar atención a una de las
pantallas de ordenador que transmitía una señal.
—Sí, la doctora solicitó una excedencia hace unos días. Va a
estudiar no sé qué no sé dónde, su ayudante se hará cargo de los temas del
puerto a partir de ahora.
—¿Ha autorizado ya la excedencia, capitán? —preguntó Peter.
—No —miró al hombre más joven al notar que este le clavaba
los ojos en la espalda—. Tiene que autorizarla usted, pero hágame caso, el
ayudante de la doctora, Agus Cano, se ocupará de todo. Y es mucho menos
«insistente» que la doctora.
—Bueno, como usted mismo ha dicho, la excedencia tengo que
autorizarla yo. ¿Seguimos con el recorrido, capitán?
—Por supuesto, sígame.
Tras la visita guiada, Peter no regresó al apartamento que,
al menos durante un tiempo, iba a ser su hogar. Se trataba de un dúplex situado
en otro edificio también propiedad del Ministerio y cuya finalidad era ser la
vivienda del capitán del puerto. El predecesor de Peter, el capitán Galindo no
lo había ocupado porque era oriundo de Cádiz y porque prefería vivir en una
casa que clamara a los cuatro vientos su estatus social. A pesar de que en más
de una ocasión había deseado volver a Cádiz y restregar por las narices de
varias personas todo lo que había logrado, ahora que por fin lo había
conseguido, Peter se dio cuenta de que no le preocupaba lo más mínimo lo que la
gente pensase de él. Nadie excepto tres personas, dos de las cuales iba a ver
en cuestión de minutos. De esas tres personas dependía que se quedase en esa
ciudad o que volviera a
irse, pero esta vez para siempre. Peter caminó por las
calles y pensó en las dos únicas maletas que estaban esperándole en el
apartamento. Él siempre viajaba ligero, y en Chile había aprendido que cuanto
menos se aferrara a sus posesiones mucho mejor. Su equipaje consistía en ropa,
los enseres personales de rigor, un par de libros de derecho y de buceo, sus
acreditaciones profesionales, unas cuantas cartas y un par de fotografías.
Gracias a esas cartas sabía que ahora era bienvenido en su casa y allí era
adonde se dirigía.
Peter llevaba varios años en Chile cuando recibió la primera
carta. Todavía podía recordar lo estupefacto que se quedó cuando el almirante
del navío le entregó la misiva y le dijo que era para él. Hasta entonces había
dado por hecho que sus hermanos lo odiaban, que creían que él era un cretino al
que no querían volver a ver jamás, pero en esa carta Valentina le contó que
habían encontrado un papel con su dirección escondido entre distintos
documentos de su padre y que se había animado a escribirlo. Peter se emocionó
al leer que su hermana lo echaba de menos y sonrió cuando llegó a la línea en
la que le exigía que le escribiese. Peter lo hizo y empezó a sentirse menos
solo. Con el paso de los meses, y de varias cartas, Valentina y Juan Martin,
que siempre se animaba a añadir un par de líneas en las cartas de su hermana
pequeña, empezaron a pedirle que regresara. Él se lo había planteado varias
veces, lo había deseado a diario. Pero nunca se había atrevido. Hasta ahora. Su
padre llevaba ya seis años muerto. Miguel Lanzani murió de un repentino ataque
al corazón y se fue igual que vino a este mundo, sin hacer ruido y casi sin
molestar. Peter no pudo asistir al entierro, en esa época estaba destinado en
un buque oceanográfico atracado en Ushuaia y cuando se enteró de la noticia, el
funeral ya formaba parte del pasado. A Peter le dolió no haber podido darle un
último adiós a su padre, pero la verdad era que ya hacía años que se habían
despedido el uno del otro. En las cartas, Valentina también le había contado
que su madre, tras quedarse viuda, había decidido volver a Galicia e instalarse
con una de sus hermanas, aunque poco tiempo después se fue a vivir con un
hombre de su edad.
Pasó por delante del colmado de la señora Remedios y en un
gesto inconsciente buscó a la anciana con la mirada. Y la encontró. Dios, esa
mujer había hecho un pacto con el diablo. Sin duda tenía más arrugas, pero
seguía plantada detrás de la caja registradora vigilando los paquetes de chicle
como si fueran diamantes. Peter sonrió y decidió interpretar la longevidad de
la señora Remedios como
una buena señal. Dos puertas más y se detuvo frente al que
había sido su hogar durante los tres mejores años de su vida. Desvió la mirada
hacia los puños de la camisa blanca y tiró de las mangas de la americana. Él no
solía llevar traje, pero había decidido ponerse uno para su cita con Galindo y
había acertado. Si se hubiese presentado con sus vaqueros de siempre y una de
sus camisetas, a ese hombre le hubiese dado un infarto. Se llevó una mano al
pelo y se lo peinó nervioso. Dios, tenía que tranquilizarse. Eran sus hermanos,
y le habían dicho una y otra vez, o mejor dicho, se lo habían escrito, que
querían volver a verle. Golpeó la puerta con los nudillos.
—¿Sí? —Una preciosa joven abrió la puerta y en cuestión de
segundos se le lanzó a los brazos—. ¡Peter! ¡Has venido!
Peter casi se cae al suelo pero consiguió mantener el
equilibrio y sujetó a la que suponía que era su hermana. En su mente Valentina
seguía siendo una niña pequeña que apenas le llegaba a la cintura, y no casi
una mujer.
—He venido —farfulló emocionado.
Valentina saltó al suelo y corrió hacia el interior de la
casa.
—¡Martin! ¡Martin!
Peter cruzó el umbral y cerró la puerta detrás de él.
—No hace falta que grites, Valentina —dijo un hombre que
parecía la copia exacta de Peter pero unos años más joven—, ya te he oído.
—Hola —dijo atónito Peter sin dar un paso más.
Juan Martin salió de la que siempre había sido la cocina y
tras darle un cariñoso beso en la mejilla a su hermana pequeña se acercó a Peter.
Los dos hombres se quedaron inmóviles mirándose a los ojos. Juan
Martin fue el primero en reaccionar y abrazó a su hermano como si llevara años
queriendo hacerlo.
—Hola —dijo al fin Juan Martin antes de soltarlo—. Has
venido —repitió la misma frase que había dicho Valentina.
—Os dije que vendría —les recordó él a los dos levantando
una ceja. Era evidente que no le habían creído. Se habría enfadado, pero supuso
que tenían motivos de sobra para dudar de él.
—Estás aquí. ¡Estás aquí! —Juan Martin volvió a abrazarle y Valentina
se lanzó encima de los dos—. Siempre hace eso —le explicó Juan Martin a Peter—,
es como un mono.
—Cállate, Doctor Maligno —dijo ella—. Creo que eso que
tienes en la mejilla es una lágrima.
—No digas tonterías —se defendió Juan Martin.
—Os he echado mucho de menos, a los dos —confesó Peter
emocionado y agradecido de poder abrazar a sus hermanos, y sintiendo una
envidia enorme al ver la complicidad que existía entre ellos y de la que él no
formaba parte. No importaba, ahora tenía la oportunidad de ganársela.
—Y nosotros a ti —afirmó Juan Martin apartándose de nuevo de
él—. ¡Mierda! —exclamó de repente al oír que sonaba un teléfono. Descolgó y
tras unas escuetas palabras volvió a colgar—. Tengo que volver al hospital
—explicó dando media vuelta para entrar en un dormitorio del que salió con un
casco de moto—. No dejes que se escape, Valentina.
—Ni hablar, Doctor Maligno —prometió Valentina haciéndole un
saludo militar.
—Estarás aquí cuando regrese, ¿no? —le preguntó Juan Martin
a Peter en un tono mucho más serio del que había empleado con su hermana.
—Aquí o en capitanía —le aseguró él—. No tengo intención de
irme a ninguna parte, Martin.
—Eso espero, no quiero tener que renegar de mi juramento
hipocrático y tener que romperte las piernas.
—Haré todo lo que esté en mi mano para evitarlo. Vamos,
vete. Cuidado con la moto —añadió sin poder contenerse.
Juan Martin se detuvo junto a la puerta y sonrió.
—Te hemos echado de menos, hermano.
Peter y Valentina siguieron en silencio hasta que oyeron
rugir el motor de la motocicleta y entonces los dos hablaron a la vez.
—¿Por qué lo llamas Doctor Maligno?
—¿Por qué no nos avisaste de que llegabas?
—Tú primero —dijo Peter con una sonrisa.
—Obviaré que no me has dicho lo guapa que estoy y te
contestaré. Lo llamo Doctor Maligno porque Juan Martin se toma a sí mismo demasiado
en serio. Trabaja demasiado, sí, ya sé que es médico y todo eso, pero alguien
tiene que hacerle reír.
—Estás guapísima. Gracias por mandarme todas esas fotos. —La
última vez que Peter vio a Valentina, ella tenía tres años. Si no hubiese sido
por las cartas que se habían mandado esos últimos años, y por las fotos y por
las llamadas de teléfono, seguro que se habría caído al suelo nada más verla.
Físicamente, Valentina se parecía mucho a su madre, pero no
cabía ninguna duda de que allí terminaba su parecido. Su hermana
tenía el corazón tan grande que toda ella irradiaba dulzura
y su belleza iba mucho allá de lo físico. Tenía la cara redonda y la nariz algo
respingona. Los ojos marrones y pecas esparcidas por todo el rostro, un
flequillo demasiado largo, y una sonrisa perenne en los labios. Peter pensó que
a primera vista lo que la diferenciaba de la madre de ambos era precisamente
aquella sonrisa.
—¿Por qué no nos avistaste, Peter? Habríamos venido a
buscarte.
—Quería daros una sorpresa. —«Y no quería correr el riesgo
de que me dierais plantón»—. Además, vino alguien de capitanía.
—¡Es verdad! Se me olvidaba. —Se puso firmes y lo saludó—.
Presente, capitán.
Peter sonrió y se dio cuenta de que en los últimos diez años
no había sonreído tanto como en los últimos diez minutos.
—No soy de esos capitanes —le explicó—. ¿Tienes que quedarte
sola hasta que Juan Martin vuelva del hospital?
—¡Eh, que cumplo dieciocho años dentro de tres meses! —se
defendió ella—. Además, no es la primera vez. Y el Doctor Maligno me obliga a
quedarme en casa y a llamarlo desde el fijo cada par de horas.
—Vaya, ahora empiezo a entender lo del apodo. Piensa que si
tuviera que decidir yo, te vendrías conmigo al hospital.
—Oh, eso también lo intentó Martin, pero creo que su jefe le
llamó la atención. —Y el que ella hubiera estado intentado desmontar un
microscopio no tuvo nada que ver—. Puedes quedarte a hacerme compañía, si
quieres.
—Claro que quiero. ¿Acaso crees que voy a dejar escapar la
oportunidad de cenar con la chica más guapa de Cádiz?
—¿Solo de Cádiz? Vaya, Peter, suerte que no tengo problemas
de ego, que si no... Está bien, dejaré que me lleves a cenar. Con una condición
—añadió su hermana pequeña—, que me cuentes algún chisme sobre Martin. Él
siempre amenaza con contarle a todo el mundo mis trapos sucios.
—Trato hecho —aceptó Peter—. ¿Martin no te ha contado nunca
que de pequeño dormía con un conejito rosa?
—¡No!
Seguramente su hermano querría estrangularlo cuando lo
viese, pero Peter disfrutó muchísimo contándole a su hermana pequeña anécdotas
de su infancia, y durante esa cena sintió como si volviese a formar parte de
una familia.
Valentina llevaba ya un par de horas durmiendo cuando la
puerta de la casa se abrió y entró Martin con cara de agotamiento.
—Ah, gracias por esperarte —le dijo a Peter mientras dejaba
el casco de la moto encima de la mesa.
—De nada. Ha sido muy... esclarecedor.
Martin sonrió.
—Tiemblo solo de pensar todo lo que te habrá contado Valentina.
Estoy destrozado. —Se quitó la cazadora y la colgó en
el respaldo de una silla.
—Me voy... —anunció Peter al ver lo cansado que
efectivamente estaba su hermano—. Vendré a veros mañana —añadió poniéndose en
pie. Después de que Valentina fuera a acostarse, él se había quedado en el sofá
pensando, intentando contener los recuerdos sobre la última noche que pasó en
esa casa.
—Llama antes y organizamos algo. Mañana tengo libre, seguro
que cuando haya dormido un poco volveré a sentirme como un ser humano.
Podríamos ir a cenar los tres juntos —sugirió Martin entre bostezos.
—Eso sería fantástico —aceptó Peter tras tragar saliva y
cuando lo consiguió se acercó a Martin y le puso una mano en el hombro—. Has
hecho un gran trabajo con nuestra hermana.
—Tuve un buen maestro —señaló el otro—. Vamos, será mejor
que vaya a acostarme antes de que esto parezca una escena sacada de un
culebrón.
Peter sonrió pero se apartó y se dirigió hacia la puerta.
—¿Peter?
—¿Sí?
—Si de verdad vas a quedarte, algún día tendrás que
contarnos por qué te fuiste. Lo sabes, ¿no?
—Lo sé. Vamos, duerme un poco. Nos vemos mañana.
Peter abandonó la casa y respiró hondo. Tardó unos segundos
en recuperar la compostura y en ponerse en marcha, pero al final lo consiguió.
Bueno, el primer encuentro con sus hermanos había salido infinitamente mejor de
lo que él se había atrevido a soñar. Al menos Valentina y Martin se alegraban
de que hubiese vuelto, pasara lo que pasase con Lali, nada cambiaría eso. Mucho
más ligero que antes, cruzó la ciudad y se metió en el anodino apartamento que
le había proporcionado la capitanía. Abrió la maleta y sacó lo imprescindible;
el neceser, un pijama, y las fotografías. Se quitó el dichoso traje, que con
algo de suerte no tendría que volver a ponerse
en unos días, se puso el pijama, se lavó los dientes y se
acostó. Y antes de apagar la luz acarició la fotografía que había colocado en
la mesilla de noche.
Seguirla sale no te olvides avisarme en twitter @cryssmile
ResponderEliminarMe encanta!!!!!
ResponderEliminarLali es la biologa!!!!!
van ha trabajar juntos!!!
Seguila..!!
K amor,aún tiene la foto a su lado
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