Capitulo 1
Piensa en mí cuando sufras,
cuando llores también piensa en mí,
cuando quieras quitarme la vida,
no la quiero para nada,
para nada me sirve sin ti.
LUZ CASAL, Piensa en mí
PETER
Besar a Lali es lo mejor que me ha pasado en la vida. No
podría haberme imaginado mejor momento para nuestro primer beso. Yo la habría
besado antes, pero ahora me alegro de haber esperado a que fuese su cumpleaños,
a que Lali cumpliera dieciocho años. Quería que fuese especial, y al final fue
mucho más que eso; fue mágico.
Yo había besado a muchas chicas antes de conocer a Lali,
joder, antes de conocerla a ella ya había hecho de todo. Para mí el sexo no
significaba nada trascendental, era sencillamente un modo de relajarme y de
desconectar sin tener que recurrir a elementos externos. Y besar nunca me había
gustado, siempre me había parecido engorroso y completamente innecesario. Hasta
que besé a Lali. Me habría pasado toda la noche sintiendo sus labios bajo los
míos, aprendiéndome su sabor, la textura de su pelo, el sonido de sus suspiros.
Escuchando cómo su corazón latía al mismo ritmo que el mío.
Dios, todavía recuerdo lo estúpido que me sentí la primera
vez que vi a Lali, me temblaron tanto las manos que pensé que volvía a sufrir
los efectos de la abstinencia. Hacía pocos meses que me había desintoxicado y
cuando noté que me quemaban las venas temí lo peor, pero enseguida me di cuenta
de que era distinto. Nada me había hecho sentir así, como si quisiera fundirme
con otra persona. No, La es mucho mejor que cualquier droga, al menos para mí.
Si ella está a mi lado, podré conseguir todo lo que me proponga. Absolutamente
todo.
Idiota.
Tendría que haber sabido que no iba a salir bien.
Después de llevar a Lali en moto hasta su casa, volví al
puerto y me senté en un banco frente al taller en el que trabajaba (era uno de
los tres trabajos que tenía y el único que me gustaba) y me quedé mirando el
mar. En mi mente empecé a vislumbrar con absoluta claridad cómo sería nuestra
vida de allí en adelante; Lali y yo nos iríamos a Madrid, ella estudiaría en la
universidad y yo encontraría un buen trabajo y me convertiría en un hombre
digno de ella. La acompañaría a clase y nos veríamos cada día. Y poco a poco el
amor que los dos sentíamos (y que a mí me sigue pareciendo un milagro) se
convertiría en algo eterno. Viviría mi propio cuento de hadas. Suspiré y me
planteé seriamente la posibilidad de encenderme un cigarrillo. Los cuentos de
hadas no existen.
Si años atrás alguien me hubiese dicho que creería en cosas
como el amor eterno y la felicidad, probablemente me habría dado un ataque de
risa. O le habría partido la cara al tipo que se hubiese atrevido a hacerme ese
comentario. En cambio en ese instante, sentado en ese banco, me pareció lo más
normal del mundo. Mierda, si incluso oía trinar los pájaros en mi cabeza y
tenía ganas de hacer versos.
Nunca había sido tan feliz.
Nunca había creído que podría llegar a serlo.
Finalmente saqué el paquete de tabaco que llevaba en el
bolsillo de la cazadora y encendí uno. A Lali no le gustaba que fumase y por
ese mismo motivo iba a dejarlo, pero esa noche estaba tan nervioso que me
permití enceder uno y fumármelo bajo las estrellas. Observé cómo los hilos de
humo se fundían en la noche y pensé en lo mucho que pueden cambiar las cosas en
poco tiempo.
En ese momento no sabía lo cierta que podía llegar a ser esa
frase.
Volví a montar en la moto y volví a casa. Fui por el camino
más largo para prolongar un poco más la sensación que me embargaba en aquel
momento, me sentía feliz, victorioso. Si aquellos breves instantes no se
hubiesen quedado grabados en mi mente, no habría sobrevivido a todo lo que sucedió
después. A medida que iba acercándome a mi casa noté que las calles iban
estrechándose, y el escalofrío que me recorrió la espalda fue lo único que me
advirtió de lo que se avecinaba. El fin de mi única opción de ser feliz.
Todavía no puedo contároslo. No lo entenderíais. Yo tardé
años en asimilarlo, y en asumir las consecuencias que tuvo en mi vida.
Tardé tres días en llegar a Santiago de Chile. El trayecto
de Cádiz a Madrid fue el peor de todos. Cada segundo que pasaba, cada quilómetro
que me alejaba más y más de Lali me parecía una puñalada en el estómago. La
tentación de saltar del coche, del tren, de salir corriendo del aeropuerto
estuvo a punto de ahogarme, pero a pesar de que se me revolvían las entrañas,
me obligué a seguir adelante y a subir a ese maldito avión.
Estuve todo el trayecto en silencio. El señor que se sentó a
mi lado intentó entablar conversación en un par de ocasiones pero no le
contesté. Yo no tenía ganas de hablar con nadie, solo tenía ganas de gritar.
Las bandejas de comida que me trajeron las azafatas durante el vuelo se las
llevaron intactas. Mantuve los puños apretados para no liarme a golpes con
alguien —ningún pasajero tenía la culpa de que mi vida se hubiese convertido en
un infierno— y me dije que era una suerte que no hubiese ningún camello en el
avión porque no habría podido resistir la tentación de buscar el olvido en las
drogas.
Cuando aterricé cogí un taxi y le pedí que me llevase a un
bar de Santiago, uno en el que los desconocidos con un pasado interesante
fuesen bien recibidos. Iba por mi tercer whisky cuando apareció un hombre que
me ofreció lo que una parte de mi mente llevaba horas deseando. Un chute. Hacía
años que estaba completamente limpio y sobrio. Con Lali a mi lado ni siquiera
me había planteado la posibilidad de volver a acercarme a las drogas. O al
alcohol. O a la mala vida. En cambio ahora, allí estaba, sentado en la barra de
un bar medio borracho y dudando entre comprar el viaje que me ofrecía ese tipo
o ir a acostarme con la rubia que llevaba media hora mirándome. Bebí otro
whisky y compré la droga. Me metí la papelina en el bolsillo de la cazadora y
la acaricié con dos dedos. Me encendí un cigarro y vi que la rubia se había
desabrochado otro botón del escote y que había colocado la llave de una
habitación de un hotel, o de una pensión, encima de la barra. Podía irme con
ella, nos colocaríamos juntos y seguro que durante un segundo me olvidaría de
que había estado a punto de ser otra persona.
Me levanté y le sonreí a la rubia. Se me revolvieron las vísceras
y vomité bilis allí mismo. Las arcadas nacieron de lo más profundo de mi ser y
me estrujaron las entrañas. Creo que incluso vomité el odio que me había
tragado días atrás.
El camarero empezó a insultarme y me echó del bar sin ninguna
delicadeza. Amenazó con llamar a la policía y cuando me dejó
tirado en la acera cogió mi única maleta y me la lanzó encima. Me quedé allí
sentado y me eché hacia atrás hasta apoyar la espalda en la pared del edificio.
Podía volver a entrar, ese tipo jamás llamaría a la policía (perdería a toda su
clientela) y seguro que si le daba una buena propina se olvidaría de mí y me
serviría otra copa. Me quedaba poco dinero, el suficiente para terminar de
emborracharme. ¿Y entonces qué? Me metí las manos en los bolsillos y saqué lo
que encontré en ellos. En uno tenía mi recién adquirida droga, un paquete de
cigarrillos medio vacío y un par de billetes.
En la otra un papel y una fotografía.
Miré la fotografía. Éramos Lali y yo unos meses atrás, ella
había insistido en que la acompañase a un acuario y nos habían hecho una
fotografía al entrar como si fuésemos unos turistas más. Lali no quiso
comprarla, dijo que eso solo lo hacían los pardillos o los guiris, pero lo que
pasaba era que no quería que yo me gastase más dinero. Antes de volver a casa Lali
fue al baño y yo aproveché para escapar al vestíbulo y comprarla. Iba a dársela
al día siguiente, pero tuve que hacer turno doble en el restaurante y me
olvidé. Una semana más tarde volví a encontrarme con la fotografía y decidí
quedármela. No era consciente de habérmela metido en el bolsillo de la
chaqueta, aunque supongo que lo hice porque en algún lugar de mi mente sabía
que iba a necesitarla. El otro objeto que contenía el bolsillo que me salvó la
vida era un papel con un número de teléfono.
Si volvía a entrar en ese bar, me drogaba y me follaba a la
rubia, jamás volvería a ver a Lali. Quizá volvería a España, probablemente
volvería algún día, pero jamás sería capaz de volver a ver a Lali. Y mucho
menos besarla.
Si llamaba a ese número de teléfono, mi vida se convertiría
en un infierno. Pero quizás algún día podría encontrarme con Lali y aguantar su
mirada. Tardaría años en lograrlo. Estrujé el papel. Mierda. Existía la
posibilidad de que no lo consiguiese jamás. O de que aunque lo lograse, no
sirviese de nada. Si sucedía eso, no podía superarlo. Y entonces sí que
sucumbiría a lo peor de mí mismo.
¿Valía la pena correr el riesgo?
Cerré los ojos y me humedecí los labios. Todavía sentía el
tacto de los labios de Lali en los míos, su aliento acariciándome el rostro.
Abrí los ojos y vi los de ella cuando me dijo que me quería.
Sí que valía la pena. Si existía la más mínima posibilidad
de volver a ver a Lali y poder acercarme a ella, todo valía la pena.
Suspiré y me puse en pie para volver a entrar en el bar.
Antes de que el camarero pudiese salir de detrás de la barra para echarme de
nuevo, dejé la droga encima del mostrador con un golpe seco y me fui de allí
sin mirar atrás.
Busqué una cabina y marqué el maldito número.
Meses más tarde estaba alistado en el ejército y
efectivamente mi vida se había convertido en un infierno. El ejército nunca es
fácil, pero cuando tus compañeros descubren que eras un delincuente juvenil y
que durante años fuiste un adicto te pierden todo el respeto y tienes que
trabajar el doble o el triple de duro para recuperarlo. Los entrenamientos eran
una tortura. Las clases de cálculo y de navegación, unos jeroglíficos
interminables. A medida que iban pasando los meses mi cuerpo iba endureciéndose
y mi mente también. Para sobrevivir allí dentro me obligué a no pensar en nada
que no fuese Lali. Ella era lo único que iba a conseguir que yo saliese de allí
dentro con vida y con algo de humanidad intacta.
Entré en el cuerpo de marina y luché con uñas y dientes para
conseguir una de las plazas de submarinista. Lali iba a convertirse en bióloga
marina así que le resultaría útil que yo supiese bucear. Todo en mi vida giraba
en torno a ella y aunque pasaban los meses y los años sin que me atreviese a escribirla
o a llamarla, yo seguía creyendo que terminaríamos juntos. Sin embargo, había
días en que mi sentido común me decía que era imposible que ella me estuviese
esperando. ¿Qué clase de mujer esperaría a un hombre que la había abandonado
sin decirle nada? Una estúpida. Y Lali no lo era. Esos días eran los más
difíciles; los días en que no podía dejar de imaginarme a Lali de la mano de un
chico decente, o peor aún, a Lali besando a ese don Perfecto y diciéndole que
lo amaba. Esos días me metía en el agua y me quedaba a oscuras hasta que no
podía respirar. Cuando se agota el oxígeno de los tanques de buceo sientes como
si el pecho fuese a estallarte. Primero notas que te quema y luego, poco a
poco, sientes como si los pulmones quisieran crecer hasta romperte las
costillas. Es muy doloroso, y sin embargo era lo único que conseguía hacerme
olvidar la agonía que me causaba pensar en Lali con otro.
Al final, siempre salía del agua, porque sí, a pesar de
todo, seguía creyendo que tenía que seguir vivo y encontrar el modo de volver a
España y recuperar a Lali. O, como mínimo, explicarle por qué me había ido.
El ejército es muy mal lugar para un hombre solo. Después de
convencer a mis compañeros de que no era un yonqui y de que
podían confiar en mí para cualquier misión, como nunca me veían con ninguna
mujer cuando estábamos de permiso empezaron a circular otra clase de rumores acerca
de mí. Rumores que en el ejército de hace unos años hacían que uno corriese el
riesgo de terminar muerto en un callejón. Los submarinistas del ejército
trabajan en parejas igual que los policías y la vida de uno depende por
completo del otro. Si no puedes fiarte de tu compañero, puedes acabar muerto. Y
yo, después de todo lo que había pasado para llegar hasta allí, no iba a morir
porque mis homófobos compañeros del ejército creyesen que no me gustaban lo
suficiente las mujeres.
Mi escuadrón estaba destinado cerca de Canadá cuando nos
dieron unos días de permiso. Salimos todos de juerga, yo intenté encontrar
alguna excusa para quedarme en el barco pero mi capitán me dejó claro que no
iba a permitírmelo. Fuimos a un bar y las mujeres se acercaron a nuestra mesa
al mismo ritmo que las botellas de cerveza. Vi que todos me observaban, que
medían todas y cada una de mis reacciones y me dije que si ya había hecho
tantas cosas para volver junto a Lali, nada iba a detenerme ahora.
Elegí una mujer, la más distinta que pude encontrar a Lali,
muy alta, muy rubia, y muy descarada. No quería engañarme y decirme que estaba
acostándome con ella y pensando en La. Además, busqué la mujer con la mirada
más fría que fui capaz de encontrar. Ya le había hecho daño a demasiada gente y
si iba a utilizarla quería que ella lo supiese y le diese igual. Por fortuna,
ella me miró a los ojos y comprendió enseguida lo que estaba pasando. Ella solo
buscaba algo físico, un cuerpo con el que desahogarse, no quería promesas ni
absurdas palabras de seducción. Me puse en pie y me alejé de la mesa en la que
estábamos todos sentados para acercarme a la barra. La desconocida se me acercó
y se pegó a mí sin disimulo para que mis compañeros pudieran verlo. Me besó con
lengua y yo le devolví el beso un segundo, y después aparté el rostro y le
mordí el cuello. Nada de besos. El único sabor que quería tener en mi boca era
el de Lali. Supongo que ella lo comprendió porque bajó una mano hacia mi
entrepierna y apartó los labios de mi cara. Entonces la rubia se dio cuenta de
que su cercanía no me estaba afectando y sencillamente me sonrió, una sonrisa
que deduzco era fruto de la experiencia, y empezó a acariciarme con movimientos
bruscos. Los hombres somos animales muy simples y mi cuerpo reaccionó. Ella me
arrastró hasta los baños del bar bajo los vítores de los otros
submarinistas y me la tiré en la pared del retrete. La rubia
(no le pregunté cómo se llamaba porque no quería saberlo) salió del baño y
desde la puerta me dio las gracias por el polvo. Acto seguido mis compañeros
aplaudieron.
Yo vomité.
Con el paso del tiempo tuve que repetir la farsa unas
cuantas veces, para que mis compañeros y, más adelante, mis subordinados, me
dejasen en paz. Mi cuerpo, aunque era capaz de eyacular, se retorcía de
remordimientos y de dolor cuando lo hacía y siempre terminaba vomitando (por
fortuna después de que mis desafortunadas compañeras de cama se fuesen). En los
últimos años dejé de hacerlo y todo el mundo dio por hecho que tenía pareja en
alguna parte, o que era un hijo de puta tan egoísta que ninguna mujer era capaz
de soportarme aunque solo fuese por una noche.
Un capitán no tiene por qué compartir los detalles de su
vida privada con nadie, así que me esforcé por ganar galones. Y cuando los
conseguí me di cuenta de que en realidad no tenía vida privada. Lo único que
tenía era el recuerdo de un instante.
Massssssssssss
ResponderEliminarAlexandra cuevas tengo una duda de el porque peter se fue y dejoba lali espero que me lovaclares en el proximo capitulo esta muy buena seguila+++++++++= nobte olvides de avisarme en twitter @cryssmile
ResponderEliminarquiero mas!!!!
ResponderEliminarme encanta!""